En las cumbres andinas, el sol de la tarde cubre extensas áreas de páramos prístinos, mientras que más abajo, en los valles, ilumina campos de maíz, cebada, trigo y quinua, tiñéndolos de reflejos dorados, ámbar, lila y amatista que cambian al paso de las inconstantes nubes. En los Andes, tierras de eternos juegos de luces y sombras, naturaleza y actividad humana, no existe un día que se parezca al otro.